Mensaje del cardenal Poli en el Te Deum
En un nuevo aniversario de la Patria, nos congregamos para dar gracias a Dios e invocamos su protección en esta hora de la Nación Argentina. Lo haremos con la ceremonia del Te Deum. En varios pasajes de los Evangelios, existen muchos encuentros de Jesús con hombres y mujeres de su tiempo como el que acabamos de proclamar: ocurrió cuando el Señor y sus discípulos se dirigían a Jerusalén, donde debía cumplirse todo lo que anunciaron los profetas acerca de Él (cfr. Lc 18,31b). En el camino, entran a la milenaria ciudad de Jericó, y como la fama de Jesús corría delante de Él, no tardó en verse rodeado por una multitud: querían conocerlo y escuchar su palabra, pues «todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad» (Lc 4,32). Los gritos y aclamaciones de la gente no impidieron que el Señor reparase en una persona subida a un árbol, y a él se dirigió: «Zaqueo baja pronto porque hoy tengo que alojarme en tu casa» (Lc 19,5).
El personaje aparece por única vez en los Evangelios y San Lucas lo presenta como un hombre muy rico y jefe de los publicanos, lo cual significaba un alto cargo entre los recaudadores de impuestos al servicio de los romanos, que en ese tiempo habían invadido Judea, convirtiéndola en una provincia del Imperio. Cuando Jesús se invita a la casa de Zaqueo, la gente murmura con razón, porque era un oficio despreciable, pues el dinero que recaudaban de sus conciudadanos iba a parar a las arcas romanas, no sin retener una buena parte de los impuestos, de modo que se enriquecían notablemente. Sin sentimientos religiosos, los publicanos eran indiferentes al patriotismo de sus conciudadanos que luchaban por obtener la libertad de su pueblo humillado; estas y otras actitudes les valieron el desprecio popular y eran considerados grandes pecadores. Pero todo eso no detuvo al Señor, quien superando los prejuicios humanos, fue en busca del hombre. Jesús entra en la casa del publicano porque allí hay algo que salvar. Es decir, no porque ahí se practiquen las buenas obras y haya que recompensarlas, sino porque «también este hombre es un hijo de Abraham» (Lc 19, 8) y por lo tanto no está excluido de la fidelidad y del amor de Dios. Lo que llama la atención en el texto es que apenas entra el Señor, el dueño de casa manifiesta una singular sensibilidad por los pobres con quienes compartía la mitad de sus bienes. No había aislado su conciencia y tenía claro que su oficio generaba excesos y era causa de injusticias, y eso lo llevaba a reparar los perjuicios cometidos dando cuatro veces más a los damnificados. Zaqueo sabía que tenía muy mala fama entre la gente a pesar de ser una persona honesta. El encuentro personal con Jesús hizo que su deseo profundo de «ver quién era» se cumpliera muy por encima de sus expectativas. Pero ¿qué nos dice este encuentro hoy? Aquel cobrador de impuestos parecía tenerlo todo, pero al recibir la inesperada visita de Jesús le dio un nuevo horizonte a sus días. El evangelista San Lucas nos da una advertencia con este ejemplo: la indiferencia y el egoísmo de los ricos frente a la miseria de los pobres no pasan inadvertidos a los ojos del Dios que sí «se acuerda de los pobres y no olvida su clamor» (Salmo 9,13). El caso de Zaqueo nos muestra que siempre hay un camino de redención si abrimos la mano para compartir lo que la vida nos ha dado, cuánto más sin con ello reparamos las injusticias cometidas. Hay muchas personas que desean subirse al árbol de su vida para ver quién es el Dios de la vida que pasa y siempre se deja encontrar.
Dios está nombrado en el Preámbulo de la Constitución Nacional, pero nos olvidamos que además existe y está siempre dispuesto a escucharnos cuando lo invocamos y a protegernos cuando lo necesitamos. Pero pareciera que lo dejamos al margen de nuestras decisiones, confiamos solo en nuestra capacidad, en las estrategias, en las ecuaciones sin que dominemos todas las variables, y aun nos afirmamos en nuestra corta experiencia, sin tener en cuenta la memoria histórica del país que también tiene algo que enseñarnos en las horas de prueba. La sabiduría bíblica nos recuerda: «Fíjense en las generaciones pasadas y vean: ¿Quién confió en el Señor y quedó defraudado? ¿Quién perseveró en su temor y fue abandonado? ¿Quién lo invocó y no fue tenido en cuenta?» (Eclesiástico 2,10). Si hoy celebramos un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo, es porque en la trama de nuestra historia, nuestros próceres y el mismo pueblo nos demostraron que Dios Padre acompañó el camino, tanto en los momentos de gloria como el que conmemoramos, pero también en los tiempos de crisis y desencuentros entre los argentinos. Un sabio estudioso del pasado de la humanidad aseguraba que en la historia no dominan las fuerzas económicas, sino las espirituales2. Y yo humildemente adhiero a ese pensamiento. De no ser así nos costará mucho explicar cómo, durante más de doscientos años, nuestro pueblo atravesó con paciencia y virtud laboriosa los momentos oscuros: viviendo, conviviendo y no pocas veces sobreviviendo a sostenidos períodos de confusión, a la carencia de medios básicos y al flagelo de la desocupación, dando lugar a los inhumanos y humillantes rostros de la indigencia, paradójicamente, en una tierra rica en recursos naturales. Este pueblo que todo lo toleró sin perder la esperanza de un mañana mejor, confiando en una justicia distributiva largamente anhelada. Su lección nos alienta a pensar que nuestra Nación siempre tiene destino. Nuestra historia nos enseña que hay un Dios de la Vida que nos acompaña en el camino y no abandona, y por eso siempre habrá futuro para la Argentina si confiamos en Él y también si levantamos la barrera de la desconfianza entre nosotros, para que toda iniciativa en «promover el bienestar general» de los ciudadanos, la emprendamos, al decir de san Ignacio de Loyola, «como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios». Ahora bien, los cambios sociales y culturales se dan en procesos que demandan tiempo que nos trascienden; se extienden más allá de los períodos de un gobierno y hasta superan a generaciones. Debemos desconfiar de los logros instantáneos y recetas prometeicas; si algo hemos aprendido de nuestro derrotero, debemos acostumbrarnos a decir: si comenzamos hoy, dentro de 10, 15 o 20 años se verán los frutos. El tiempo no lo podemos someter, pero sí está en nuestras manos perseverar unidos en los objetivos por el bien común. Mientras dura ese proceso, el primer deber del Estado es cuidar la vida de sus habitantes, especialmente de los débiles, los pequeños, los pobres y marginados, los enfermos y los ancianos abandonados, porque son los más pobres de los pobres. Cuidar la vida de punta a punta de la existencia es querer ser Nación. El Dios que confesamos en la Constitución es el Creador y remunerador de toda obra buena que hacemos al semejante. Eso nos recuerda que en la Argentina bicentenaria, no sobra nadie, todos son necesarios e importantes, por lo que ninguna persona debe ser excluida de la fiesta de la vida, hasta el más humilde y olvidado de la Patria profunda. El magisterio del Papa Francisco nos anima a que «la defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte» 3 . Honrando los gestos de grandeza de los padres de la Patria, quienes pensando en nosotros, nos legaron el honor de ser argentinos, decimos que: Vale Toda Vida, y ante el bello e inefable don de la concepción, si la propuesta es optar por una u otra, en esta bendita tierra austral, apostamos decididamente a que vivan las dos. Para Dios no hay excluidos.
Padre nuestro, Padre de todos: te damos gracias porque en los 208 años de nuestro camino como Nación libre y soberana no nos soltaste de la mano. No sabemos si lo merecemos, pero igual, hoy, conociendo tu misericordia y clemencia, te decimos: «Señor de la historia, te necesitamos…». + Mario Aurelio Cardenal Poli
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